Y si es así, ¿por qué nuestra sociedad tiende a evitar la conciencia de nuestro ser perecedero?
¿Por qué tantos eufemismos y tantos maquillajes? ¿Por qué hablar de la muerte quiere decir tener mal gusto, ser poco educado o amargar la conversación? ¿O por qué mostrar tantas muertes en las pantallas, hasta banalizarlas como si no tuviesen nada que ver con la nuestra? Y es que la conciencia de la propia muerte requiere valentía, y difícilmente se puede llevar con elegancia si la persona no ha sabido vivir. Aquí está quizás el núcleo de la cuestión: nos da miedo la muerte porque vivimos demasiado superficialmente. Llevamos una vida dedicada a mantener nuestro status social, el trabajo y la propia comodidad puede verse de repente amenazada por una gran soledad y vacío interior.
Al final, nuestra vida sólo es percibida como un sentido a través del tejido
que hemos ido formando con nuestras relaciones. Es aquí cuando vienen los recuerdos de nuestra niñez, cuando nuestra relación con los padres, los amigos, quizás los hijos y el ambiente era más espontánea y tierna. Son los recuerdos de la juventud con los primeros amores, los más nobles e inocentes. Con la muerte ante los ojos, sólo podemos aferrarnos al amor, como si el amor llevase en sí mismo algo de inmortalidad. Cuando alguien nos dice que nos quiere, es como sí nos dijera que no desea que muramos nunca. Ese sentimiento, esa intuición o ese presentimiento, como le queráis llamar, es el que nuestra fe
cristiana nos confirma. Si Dios es Dios, puede dar la vida para siempre a nuestro cuerpo mortal.
Si Dios es amor, se encargará de que no se pierda ningún hilo de ternura y de afecto que haya tejido nuestra existencia. Nuestros sueños de inmortalidad no son quimeras, si antes hemos sabido
llamar "hermana" a nuestra mortalidad.